martes, 31 de agosto de 2010

Había una vez…

Allanamientos a burdeles.

Son las siete de la tarde. Irrumpen en un prostíbulo gentes del poder judicial. Acompañados por la policía y grupos multidisciplinarios preparados ad-hoc para contener a las mujeres víctimas. No todos van por lo mismo, esperan lo mismo, sienten lo mismo. No todos visualizan la situación de la misma manera. Clarísimo.
Mujeres aterrorizadas. Muchas enmudecidas. Primero se trata de determinar cosas muy importantes para separar los tantos en nuestra nunca bien ponderada cultura patriarcal: quienes son menores y quienes no; quienes están allí brindando consentimiento y quienes son forzadas. Sólo que si la mujer es mayor tendrá ella solita que demostrar si está allí bajo presión. Y además, adjuntar la foto de un dinosaurio que esté vivo al expediente. Siempre así de sencillas las exigencias para con las mujeres.
Los grupos interdisciplinarios presentes tratan de contener a todas las mujeres, y además protegerlas de algún abuso de poder, maltrato o re-victimización por parte de los poderes y fuerzas actuantes.
Aunque extremadamente preparados todos en teoría, ver lo que se ve no ha de ser fácil, menos aún grato. Posible comparar la situación con gente preparada para trabajar rescatando víctimas de un derrumbe: una cosa es un simulacro. La realidad, muy otra.
En una piecita contigua, impacientes, los clientes. Los prostituyentes. Uno se levanta y le pregunta a un policía si la cosa va para largo. Le grita que se tiene que ir a cenar, que lo esperan la esposa y los hijos, que no hay derecho. El señor ciudadano tiene todos los derechos habidos y por haber. Es un “hombre de bien”, portador de un falo que le asigna un plus de ciudadanía.
Muchos saldrán a conmoverse por la situación del “pobre hombre”. Que les da trabajo a algunas mujeres. Trabajo que no encuadra en ninguna definición posible: las que lo ejercen no tienen acceso a ningún derecho de los que gozamos los demás trabajadores. Acá no hay aguinaldo, ni vacaciones pagas, ni horas extra.
Tampoco asignaciones familiares, o la posibilidad de reclamar respeto o denunciar abuso. Es un trabajo que, justamente, pone a las mujeres en situación de ser abusadas. De eso se trata.
Aunque el sindicato que las nuclea aclare que también hay algunos varones que están ejerciendo la prostitución, en un intento por despegar al tema de los reclamos feministas.
Aunque defiendan a los prostituyentes, colocándolos en el sitio preferencial de benefactores.
Aunque declaren no ver relación alguna entre prostitución y trata.
Aunque nieguen que sindicalizar esa práctica es sencillamente vil. Es la tranquilidad ¿moral? de que algo se hace al respecto, y el modo de que tributen y se incorporen a las estadísticas como empleadas.
Aunque los “consumidores” sostengan que no hay nada de malo en sus “hábitos de consumo”.
Simplemente cabe preguntarle a la sociedad a qué llama libertad. A qué llama consentimiento…
Y a los prostiyuyentes pedirles –si no es demasiado- que se imaginen qué sentirían si alguna hija, madre, hermana o pareja eligiera libremente esa “salida laboral”.

1 comentario:

KOSKA Y FREIXA dijo...

haremos enlace en nuestro post.
un texto muy certero.
enlazamos tu blog