Muchas veces, al discutir la situación de las mujeres, vemos desconcierto en nuestros interlocutores. Cuesta visualizar, en una realidad plagada de imágenes fugaces, por dónde se filtra el sexismo. En un zapping desenfrenado, vemos mujeres en la cúspide del poder político. Nuestra experiencia nos encuentra rodeados de mujeres que trabajan, estudian, que a-priori parecerían poder realizar sus metas en igualdad de condiciones. Se requiere tomarse un tiempo para poder llegar a ver que las cosas no son tan simples como aparentan. Por lo general, una mínima reflexión conjunta lleva a esos interlocutores, por ejemplo, a admitir que en lo que a estudios y trabajo respecta, existe para nosotras lo que las feministas llamamos “techo de cristal”. Esas “leyes” no escritas ni dichas en voz alta que hacen que, a medida que crece la jerarquía de un empleo, cada vez seamos menos las mujeres con posibilidad de desempeñarlo. Esta vez propongo que reflexionemos juntos acerca de una frase que se escucha con mucha frecuencia referida a la libertad – para nosotras aún no alcanzada ya que tenemos cuerpos expropiados - de las mujeres a disfrutar de nuestro propio cuerpo. Al poner en debate esta cuestión de ser cuerpos-para-otros, salta un “pero si las mujeres están desatadas”. “están peores que nosotros, más zarpadas” (al menos el “peor admite que lo de ellos es “malo). “Te ponen incómodo con sus insinuaciones y uno teme quedar como un tarado”. Ese “hacerse cosa erótica” por parte de algunas mujeres es interpretado por quienes se expresan de este modo, como prueba de el nivel de “liberación” alcanzado por nosotras. Para pensarlo, yo lo situaría en el contexto sociológico y político. Porque no podemos intentar hablar de “la condición de las mujeres” aislada de la de los varones: la relación entre los sexos es tan radical que es el sustrato fundacional de nuestra organización familiar. Más aún, en esta estructura capitalista que determina la existencia de una clase dirigente/explotadora y otra dirigida/explotada, se proyecta en la relación entre los sexos. Admito que algunas mujeres hemos podido en mayor o menor grado vencer estas condiciones adversas. También es cierto que para lograrlo debemos poner más empeño en los obstáculos que en la realización de nosotras mismas y nuestras metas, y eso solo ya comprueba que el punto de partida no es igual. Pero la mayoría de las mujeres permanecen dentro del patrón enunciado. En ese contexto, la realización de los varones pasa por su capacidad de creación para competir para alcanzar sus metas. En cambio, muchas mujeres perciben la posibilidad de ascenso social, lo que algunos llaman “éxito”, renunciando a sus propios méritos y confiriéndose valor como objeto de atracción para el varón. No constituye ninguna liberación: más bien una embrutecedora forma de alienación. Una forma de relación prostituída, en la que interviene un varón prostituyente, que puede estar disfrazada bajo las más respetables e institucionalizadas formas que existen en nuestra sociedad. Reducidas a la elementalidad instintual, obligadas a poner sus esfuerzos creativos en la competencia con otras mujeres también reducidas a objeto. Esta alienación a la que me refiero trae múltiples consecuencias para la vida de las mujeres que pueden verse claramente en contextos de terapia. O en consultorios varios, porque un sinnúmero de veces el malestar que trae consigo esta alienación se transforma en problemas de salud. La lucha por la vida transformada en lucha por el varón las lleva a la negación de sí mismas, a la autodestrucción. Y a la larga –o no tan larga- el mismo varón encuentra en la forma en que “su mujer” ha llegado a ser, la justificación y racionalización de su idea clasista respecto de “las mujeres”. La mujer alienada pasa a ser también despreciada. Destruidas sus capacidades creadoras, puede llegar a convencerse de que esa realidad es inexorable y atribuírsela a algo esencial: la “naturaleza femenina”. Al comenzar, decía que no puede verse nuestra condición aislada de la de los varones. También alienados por este modo de relacionarnos imperante, que se impone subvertir en lo individual y en lo colectivo. Para poder llegar a comprender, como sociedad, que mostrar nuestro cuerpo casi desnudo para que alguien tenga pie sus chistes u otro alguien lo compre –aunque sea en matrimonio- no es prueba de liberación, sino de la más brutal dependencia.
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