Decía la
Coca Sarli. Muchas la admirábamos, tal vez
interpretáramos su frase como una osadía.
Y sí, no era nada habitual que
una mujer tomara la decisión de dar el primer paso en la seducción.
Ahora, más grande, su famosa
frase me resulta estremecedora. Prueba cabal de lo que somos capaces de hacer
las mujeres con tal de agradar: saber qué se pretende de nosotras y obrar en
consecuencia, y sin mediación de nuestro deseo personal.
Y, de nosotras, mucho se ha
pretendido a lo largo de la historia.
Se pretende que callemos, que no
opinemos, que cuidemos, que acompañemos, que complementemos, que acatemos.
Que obedezcamos, que luzcamos,
que empalicemos, que defendamos lo que no nos toca ni de cerca.
Que nos depilemos, que
amamantemos, que adelgacemos, que no envejezcamos, que recitemos, que
posterguemos.
Que resignemos, que consultemos,
que prioricemos, que recalculemos.
Que contemporicemos o que
gritemos quemando naves: lo que mejor les venga.
Que encendamos el fuego y –
cuando la mecha está por alcanzar el barril de pólvora – que la apaguemos. Con
la boca si hace falta.
Que nos inmolemos, nos
sacrifiquemos, nos crucifiquemos, nos enfurezcamos. Y al final que nos
calmemos.
Que nos empoderemos, que
denunciemos, que nos des-sometamos, que nos liberemos, nos desliguemos, deslindemos, crezcamos.
Que nos incorporemos, que no nos
representemos – hay cosas superiores que representar nos dicen.
Que incluyamos, que excluyamos,
que perdonemos, que consintamos, que desistamos: que persistamos en desistir.
Que discutamos, que consensuemos,
que renunciemos.
Eso sí: siempre merced a algo
superior, una especie de tierra prometida en el Más Allá.
Que yo quiero, para mí, para la
adorable Coca, y para todas mis compañeras, que quede Más Acá.
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