A veces me pregunto cómo reaccionaría una sociedad que se ha comprometido a cumplir con la Declaración de los Derechos del Niño si a alguna central obrera se le ocurriera sindicalizar a los niños y niñas que trabajan. En casi todos los casos en condiciones infrahumanas.
Si contestaran, ante alguna objeción a su proyecto, que se trata de una realidad de hecho y que hay que garantizar ciertas cuestiones hasta tanto no haya un cambio social que erradique el problema.
Si permanecieran mudos, sin saber qué responder, cuando se les requiriera información acerca de las acciones concretas que llevarían adelante para contribuir al cambio social.
Si pudieran visualizar en profundidad el problema aludido. Si tuvieran en claro la responsabilidad de cada actor social implicado.
Si mostraran a través del discurso su intención de no poner en cuestión a alguno de estos actores.
Si nos diéramos cuenta que están lejos, muy lejos, de cuestionar el modelo político-económico que opera de soporte del problema.
Si nos ofrecieran como argumento que brindarían algún tipo de asistencia a los niños y niñas que trabajan, pero esa asistencia estuviera ya cubierta por estamentos del estado. O, peor, fuera dirigida a optimizar su rendimiento laboral.
Si se hicieran oír las voces de esos niños y niñas sosteniendo que trabajan por propia voluntad, cosa que es probable que muchos asintieran. Porque saben que de ello depende parte del sostén de sus seres queridos, cuando no de todos.
Si sacaran del eje de debate el tema “derechos del niño” para intentar convencernos de que, en realidad, muchos otros grupos etarios trabajan.
Pues bien. Vivimos en un país cuya sociedad ha suscripto la Declaración de Beijing y Plataforma para la Acción, documento producido en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, en 1995.
La Convención de las Naciones Unidas sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), también la hemos suscripto tras arduos debates.
Ambos documentos coinciden en señalar a la trata, el tráfico de mujeres y niñas y la prostitución como prácticas incompatibles con la igualdad de derechos y con el respeto y la dignidad de las mujeres, aunque el Protocolo que surge de la CEDAW contemple la figura de la “prostitución voluntaria”. El sentido de la incorporación de esa figura lo veremos más adelante.
En nuestro país la prostitución, en efecto, existe. Y es una práctica de sometimiento y humillación para las mujeres que la ejercen de las más antiguas de la humanidad.
Comparto, pero no me resigno a que por antigua sea naturalizada e inamovible. Creo que su erradicación vendrá tras mucho tiempo de luchar por la reconstrucción de los discursos culturales que sostienen su vigencia.
Habrá que empezar a hablar seriamente de esto, nombrando cada uno de los que actúan en el tema. Los clientes –prostituyentes- incluidos siempre en cualquier análisis que se haga del problema. Su responsabilidad, su necesidad de tener relaciones sexuales basadas en el abuso y la disparidad de poder. Su rol protagónico en esto de seguir “consumiendo” mujeres perpetuando la desigualdad. Hay que dejar de proteger a los clientes para proceder a interpelarlos. Son mayoritariamente varones y pagan, comparto. Eso no los exculpa ante los que pensamos que las personas no somos mercancía.
Y sí, aunque difícil, en este punto se podría hacer visible para la sociedad la correlación existente entre la “moral” capitalista y la prostituyente. Se podría cuestionar al Dios Mercado que se autorregula mediante la ley de oferta y demanda. Se podría también poner en duda el “favor” que hacen los consumidores al sistema. Evidenciar que no siempre que se consume se está haciendo un bien a la humanidad. A veces, exactamente lo contrario.
No considero relevante en lo más mínimo que a las mujeres en situación de prostitución se las asista por medios diferentes a los que el estado utiliza para atender a todas las personas que tienen una condición de vulnerabilidad social. Creo que tanto los distintos planes sociales como la asistencia de salud pueden hacerse utilizando las mismas redes que para el resto de la población. Excepto que mediante esa asistencia se las intente estigmatizar. O que se utilice esta estrategia en salud para, por ejemplo, optimizar la prevención de problemas sanitarios en el resto de la sociedad. Claro, controlar su estado de salud para que no propaguen enfermedades al resto de la población. Sobre todo a sus clientes que, siguiendo la lógica de que son “empleadores” merecen cuidados especiales.
Si no fuera esta la concepción del tema, que alguien aclare el por qué de las especialidades médicas que se ofrecen en estos centros ad-hoc: ginecología, infectología, pediatría, medicina general. La última, si detecta alguna disfunción en alguna parte del cuerpo de la mujer en situación de prostitución que no sea inherente a su “profesión”, la deriva para su atención a un centro sanitario común. La misma enumeración de los “servicios” que se ofrecen desnuda lo vil del planteo.
Tampoco me parece desviar el centro del problema –el eje patriarcado/capitalismo- aduciendo que hay también varones en situación de prostitución. No hay estadística pero no creo que haga falta que la haya para percibir el problema como básicamente de mujeres. Si se tratara de un problema de varones la solución hubiera empezado a gestarse hace un par de siglos.
Menos aún acepto que exista una prostitución forzada y otra voluntaria. Si bien el protocolo de la CEDAW, por ejemplo, toma esta figura de la “voluntaria”, sin dudas lo hace para proteger a las mujeres de los países que suscriben la Convención y se encuentran en situación de prostitución de las acciones que cada país miembro pueda llevar adelante para cumplir con el mandato de erradicación que exige. Sin dudas un principio irrenunciable es el de defender a las mujeres en esa situación, aplicando estrategias que tengan como foco de acción a los demás actores involucrados. No revictimizarlas. Pero de ahí a sostener con liviandad que alguien puede elegir libremente ser humillada hay un largo camino.
Tan largo como el que debemos recorrer como sociedad para decidir si llamamos a la prostitución “trabajo”. A las prostitutas “trabajadoras/contribuyentes”. A los clientes sólo “clientes”. Y a los dirigentes del sector “defensores de derechos”.
Si contestaran, ante alguna objeción a su proyecto, que se trata de una realidad de hecho y que hay que garantizar ciertas cuestiones hasta tanto no haya un cambio social que erradique el problema.
Si permanecieran mudos, sin saber qué responder, cuando se les requiriera información acerca de las acciones concretas que llevarían adelante para contribuir al cambio social.
Si pudieran visualizar en profundidad el problema aludido. Si tuvieran en claro la responsabilidad de cada actor social implicado.
Si mostraran a través del discurso su intención de no poner en cuestión a alguno de estos actores.
Si nos diéramos cuenta que están lejos, muy lejos, de cuestionar el modelo político-económico que opera de soporte del problema.
Si nos ofrecieran como argumento que brindarían algún tipo de asistencia a los niños y niñas que trabajan, pero esa asistencia estuviera ya cubierta por estamentos del estado. O, peor, fuera dirigida a optimizar su rendimiento laboral.
Si se hicieran oír las voces de esos niños y niñas sosteniendo que trabajan por propia voluntad, cosa que es probable que muchos asintieran. Porque saben que de ello depende parte del sostén de sus seres queridos, cuando no de todos.
Si sacaran del eje de debate el tema “derechos del niño” para intentar convencernos de que, en realidad, muchos otros grupos etarios trabajan.
Pues bien. Vivimos en un país cuya sociedad ha suscripto la Declaración de Beijing y Plataforma para la Acción, documento producido en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, en 1995.
La Convención de las Naciones Unidas sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), también la hemos suscripto tras arduos debates.
Ambos documentos coinciden en señalar a la trata, el tráfico de mujeres y niñas y la prostitución como prácticas incompatibles con la igualdad de derechos y con el respeto y la dignidad de las mujeres, aunque el Protocolo que surge de la CEDAW contemple la figura de la “prostitución voluntaria”. El sentido de la incorporación de esa figura lo veremos más adelante.
En nuestro país la prostitución, en efecto, existe. Y es una práctica de sometimiento y humillación para las mujeres que la ejercen de las más antiguas de la humanidad.
Comparto, pero no me resigno a que por antigua sea naturalizada e inamovible. Creo que su erradicación vendrá tras mucho tiempo de luchar por la reconstrucción de los discursos culturales que sostienen su vigencia.
Habrá que empezar a hablar seriamente de esto, nombrando cada uno de los que actúan en el tema. Los clientes –prostituyentes- incluidos siempre en cualquier análisis que se haga del problema. Su responsabilidad, su necesidad de tener relaciones sexuales basadas en el abuso y la disparidad de poder. Su rol protagónico en esto de seguir “consumiendo” mujeres perpetuando la desigualdad. Hay que dejar de proteger a los clientes para proceder a interpelarlos. Son mayoritariamente varones y pagan, comparto. Eso no los exculpa ante los que pensamos que las personas no somos mercancía.
Y sí, aunque difícil, en este punto se podría hacer visible para la sociedad la correlación existente entre la “moral” capitalista y la prostituyente. Se podría cuestionar al Dios Mercado que se autorregula mediante la ley de oferta y demanda. Se podría también poner en duda el “favor” que hacen los consumidores al sistema. Evidenciar que no siempre que se consume se está haciendo un bien a la humanidad. A veces, exactamente lo contrario.
No considero relevante en lo más mínimo que a las mujeres en situación de prostitución se las asista por medios diferentes a los que el estado utiliza para atender a todas las personas que tienen una condición de vulnerabilidad social. Creo que tanto los distintos planes sociales como la asistencia de salud pueden hacerse utilizando las mismas redes que para el resto de la población. Excepto que mediante esa asistencia se las intente estigmatizar. O que se utilice esta estrategia en salud para, por ejemplo, optimizar la prevención de problemas sanitarios en el resto de la sociedad. Claro, controlar su estado de salud para que no propaguen enfermedades al resto de la población. Sobre todo a sus clientes que, siguiendo la lógica de que son “empleadores” merecen cuidados especiales.
Si no fuera esta la concepción del tema, que alguien aclare el por qué de las especialidades médicas que se ofrecen en estos centros ad-hoc: ginecología, infectología, pediatría, medicina general. La última, si detecta alguna disfunción en alguna parte del cuerpo de la mujer en situación de prostitución que no sea inherente a su “profesión”, la deriva para su atención a un centro sanitario común. La misma enumeración de los “servicios” que se ofrecen desnuda lo vil del planteo.
Tampoco me parece desviar el centro del problema –el eje patriarcado/capitalismo- aduciendo que hay también varones en situación de prostitución. No hay estadística pero no creo que haga falta que la haya para percibir el problema como básicamente de mujeres. Si se tratara de un problema de varones la solución hubiera empezado a gestarse hace un par de siglos.
Menos aún acepto que exista una prostitución forzada y otra voluntaria. Si bien el protocolo de la CEDAW, por ejemplo, toma esta figura de la “voluntaria”, sin dudas lo hace para proteger a las mujeres de los países que suscriben la Convención y se encuentran en situación de prostitución de las acciones que cada país miembro pueda llevar adelante para cumplir con el mandato de erradicación que exige. Sin dudas un principio irrenunciable es el de defender a las mujeres en esa situación, aplicando estrategias que tengan como foco de acción a los demás actores involucrados. No revictimizarlas. Pero de ahí a sostener con liviandad que alguien puede elegir libremente ser humillada hay un largo camino.
Tan largo como el que debemos recorrer como sociedad para decidir si llamamos a la prostitución “trabajo”. A las prostitutas “trabajadoras/contribuyentes”. A los clientes sólo “clientes”. Y a los dirigentes del sector “defensores de derechos”.
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