Las feministas con frecuencia nos
consideramos demasiado exageradas, nos preguntamos si no es que nuestra manera
de entender al mundo no nos torna
quisquillosas. Nos acusan de rebuscadas.
Pero todo lo “imaginativas” que
podamos ser queda corto ante la realidad. El título de esta nota es un mensaje
de texto que un violador envió la semana pasada a su hermano, y los medios de
comunicación se dedicaron a difundir.
Aprovecho la ocasión, entonces,
para compartir un análisis que – de no haber sido por esta prueba contundente –
podría tomarse como traído de los pelos.
Siempre consideré que las
violaciones son uno de los tantos actos por medio de los que el patriarcado nos
cosifica. Por supuesto, además de disciplinarnos…
En este caso la cosificación se
ve llevada a su punto más extremo. En las guerras, los vencedores hacen uso de los
cuerpos de las mujeres y niñas de la población vencida de manera sistemática.
El ponderado “rápido mestizaje”
que se dio en América del sur luego de la conquista, no fue más que la
violación masiva – también sistemática – de las pobladoras originarias.
Se ve que desde hace mucho
nuestros cuerpos son “algo” que se debe poseer…
Un “algo” que sirve como moneda
de cambio entre varones: respetado si el varón propietario de ese cuerpo merece
respeto, intercambiable por dinero al modo de los proxenetas, merecedor de
violarse entre adversarios o enemigos…
El perdón lo pueden dar personas.
La niña violada no alcanza esa jerarquía, por eso le es solicitado a alguien
que sí puede darlo…
No es mi imaginación, es un
mensaje de texto. Real y contundente. Como el patriarcado.
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