Lo personal es político
Constituye un enorme aporte teórico este concepto, ya hecho slogan por el feminismo. Nos permite abordar ciertos rasgos de la cotidianeidad de los individuos analizando el contexto que opera como posible marco discursivo subyacente.
En este caso, propongo analizar el tema impuntualidad. Conducta que hasta hace no mucho era condenada socialmente, altamente reprochable.
La virtud de la puntualidad se inculcaba en todas las instituciones, con el ejemplo de su prédica transformada en praxis por parte de los mayores de cada familia, de los educadores, de los funcionarios.
Siempre quedaba fuera de esta exigencia social la bohemia, que al interpelar en muchos casos lo establecido, marcaba su disconformidad no acatando –por ejemplo- esta práctica.
Este tipo de impuntualidad – también política- marcaba y marca un descreimiento en las normas nunca cuestionadas. Una no aceptación de jerarquías socialmente impuestas. Un estilo de vida diferente, con valores diferentes.
Esa impuntualidad siempre resulta simpática, inquietante, interpelante. Nos obliga a pensar ante qué se está produciendo. Cuál es el grado de importancia que el impuntual le asigna al acontecimiento ante el que se revela.
En realidad, estas y otras preguntas surgen en cada ocasión en la que uno se encuentra con la impuntualidad como estrella principal.
Y esta práctica, absolutamente extendida y hasta masificada en los tiempos que corren, se puede asociar con principios que surgen del neoliberalismo exacerbado que vivimos en los últimos años. A través de distintos mensajes.
Uno de ellos es “el tiempo es dinero”. Horrible traducción de un horrible concepto anglosajón que nos invita a alienarnos pensando que “perder” tiempo es “perder” algo muy valioso. En términos económicos, únicos términos de análisis para el modelo.
Trasladado este criterio al accionar cotidiano se observa que nadie quiere llegar puntual a nada, para no ser el primero y perder tiempo mientras espera a los demás. Temible cadena que no para de lograr que las obligaciones y el placer se demoren inútilmente.
Convocan a una conferencia a las seis, pero te aclaran “para empezar seis y media. Siete”. Obviamente, las multitudes que incorporaron que el tiempo es dinero, llegarán siete y cuarto para no sentir la pérdida.
Lo mismo sucede en los acontecimientos de la esfera afectiva. Partiendo de la base de imaginar que uno invita a su cumpleaños a gente extremadamente cercana a sus sentimientos, se puede uno quedar boquiabierto al ver que los elegidos, los invitados, tienen al que supuestamente desean agasajar esperando horas vestido para la ocasión. Con la mesa puesta, sentado solo mirando al infinito. Y dando a cada uno de los que van llegando posibles explicaciones-justificaciones para la impuntualidad del resto. Triste, lamentable, patético. No se puede de ningún modo tomar como un acto de amor cuando siempre la impuntualidad es la norma, nunca la excepción.
Se llega a escuchar en esos casos un “no quería ser el primero”, que si fuera registrado por quien lo recibe como explicación ameritaría romper la relación: si no querés llegar primero, deduzco que estar solo conmigo te desagrada. Fin del cuento.
También se puede pensar que tiene que ver con el ultra individualismo que nos hace ver como central nuestra propia satisfacción y nuestros propios compromisos, no pudiendo tener en cuenta a los demás. La excusa en estos casos es “tenía que hacer varias cosas antes de llegar acá”, y marca despiadadamente la concepción de lo de uno por sobre todo. Por sobre cualquier cosa. Por sobre cualquiera.
La prueba está en que las personas que hacen culto de esta práctica suelen ser muy puntuales en el gimnasio, el dentista o la peluquería. Cuando los “beneficiarios” de la puntualidad son ellos mismos, en definitiva. En ese caso, cuidado con hacerlos esperar. El tiempo de “ellos” sí merece ser respetado.
Porque otro rasgo de la cuestión es el de las jerarquías. Este neo impuntual globalizado aplica su rigor siguiendo una meticulosa escala de jerarquías que acata como si fueran los diez mandamientos. O la ley del gallinero, para ser más popular.
Se hace esperar al subalterno, o al que se visualiza como tal, o al que se pretende desjerarquizar. Suena horrible, pero así es.
Imagino a un docente entrando a clase veinte minutos después del horario establecido. No puedo imaginarlo demorando si fuera citado por el Ministro de Educación.
Imagino a un abogado haciendo esperar en su estudio a un pobre diablo que quiere consultar por su jubilación, pero parado con diez minutos de antelación frente al despacho de un Juez que lo recibiera para discutir alguna causa.
También a un Diputado al que le resulta imposible respetar el tiempo de alguien que a través de su voto le delegó la potestad de representarlo, esperando pacientemente sentado que el Gobernador de su provincia abra un encuentro.
Resultaría importante poder visualizar los mensajes que se reciben a través de las impuntualidades y obrar en consecuencia.
Ser capaces de desnaturalizarlos. De dejar de ver como “lógico” tener que esperar horas para ser recibidos por alguien. O para que comience una disertación. O para cantar el feliz cumpleaños.
Constituye un enorme aporte teórico este concepto, ya hecho slogan por el feminismo. Nos permite abordar ciertos rasgos de la cotidianeidad de los individuos analizando el contexto que opera como posible marco discursivo subyacente.
En este caso, propongo analizar el tema impuntualidad. Conducta que hasta hace no mucho era condenada socialmente, altamente reprochable.
La virtud de la puntualidad se inculcaba en todas las instituciones, con el ejemplo de su prédica transformada en praxis por parte de los mayores de cada familia, de los educadores, de los funcionarios.
Siempre quedaba fuera de esta exigencia social la bohemia, que al interpelar en muchos casos lo establecido, marcaba su disconformidad no acatando –por ejemplo- esta práctica.
Este tipo de impuntualidad – también política- marcaba y marca un descreimiento en las normas nunca cuestionadas. Una no aceptación de jerarquías socialmente impuestas. Un estilo de vida diferente, con valores diferentes.
Esa impuntualidad siempre resulta simpática, inquietante, interpelante. Nos obliga a pensar ante qué se está produciendo. Cuál es el grado de importancia que el impuntual le asigna al acontecimiento ante el que se revela.
En realidad, estas y otras preguntas surgen en cada ocasión en la que uno se encuentra con la impuntualidad como estrella principal.
Y esta práctica, absolutamente extendida y hasta masificada en los tiempos que corren, se puede asociar con principios que surgen del neoliberalismo exacerbado que vivimos en los últimos años. A través de distintos mensajes.
Uno de ellos es “el tiempo es dinero”. Horrible traducción de un horrible concepto anglosajón que nos invita a alienarnos pensando que “perder” tiempo es “perder” algo muy valioso. En términos económicos, únicos términos de análisis para el modelo.
Trasladado este criterio al accionar cotidiano se observa que nadie quiere llegar puntual a nada, para no ser el primero y perder tiempo mientras espera a los demás. Temible cadena que no para de lograr que las obligaciones y el placer se demoren inútilmente.
Convocan a una conferencia a las seis, pero te aclaran “para empezar seis y media. Siete”. Obviamente, las multitudes que incorporaron que el tiempo es dinero, llegarán siete y cuarto para no sentir la pérdida.
Lo mismo sucede en los acontecimientos de la esfera afectiva. Partiendo de la base de imaginar que uno invita a su cumpleaños a gente extremadamente cercana a sus sentimientos, se puede uno quedar boquiabierto al ver que los elegidos, los invitados, tienen al que supuestamente desean agasajar esperando horas vestido para la ocasión. Con la mesa puesta, sentado solo mirando al infinito. Y dando a cada uno de los que van llegando posibles explicaciones-justificaciones para la impuntualidad del resto. Triste, lamentable, patético. No se puede de ningún modo tomar como un acto de amor cuando siempre la impuntualidad es la norma, nunca la excepción.
Se llega a escuchar en esos casos un “no quería ser el primero”, que si fuera registrado por quien lo recibe como explicación ameritaría romper la relación: si no querés llegar primero, deduzco que estar solo conmigo te desagrada. Fin del cuento.
También se puede pensar que tiene que ver con el ultra individualismo que nos hace ver como central nuestra propia satisfacción y nuestros propios compromisos, no pudiendo tener en cuenta a los demás. La excusa en estos casos es “tenía que hacer varias cosas antes de llegar acá”, y marca despiadadamente la concepción de lo de uno por sobre todo. Por sobre cualquier cosa. Por sobre cualquiera.
La prueba está en que las personas que hacen culto de esta práctica suelen ser muy puntuales en el gimnasio, el dentista o la peluquería. Cuando los “beneficiarios” de la puntualidad son ellos mismos, en definitiva. En ese caso, cuidado con hacerlos esperar. El tiempo de “ellos” sí merece ser respetado.
Porque otro rasgo de la cuestión es el de las jerarquías. Este neo impuntual globalizado aplica su rigor siguiendo una meticulosa escala de jerarquías que acata como si fueran los diez mandamientos. O la ley del gallinero, para ser más popular.
Se hace esperar al subalterno, o al que se visualiza como tal, o al que se pretende desjerarquizar. Suena horrible, pero así es.
Imagino a un docente entrando a clase veinte minutos después del horario establecido. No puedo imaginarlo demorando si fuera citado por el Ministro de Educación.
Imagino a un abogado haciendo esperar en su estudio a un pobre diablo que quiere consultar por su jubilación, pero parado con diez minutos de antelación frente al despacho de un Juez que lo recibiera para discutir alguna causa.
También a un Diputado al que le resulta imposible respetar el tiempo de alguien que a través de su voto le delegó la potestad de representarlo, esperando pacientemente sentado que el Gobernador de su provincia abra un encuentro.
Resultaría importante poder visualizar los mensajes que se reciben a través de las impuntualidades y obrar en consecuencia.
Ser capaces de desnaturalizarlos. De dejar de ver como “lógico” tener que esperar horas para ser recibidos por alguien. O para que comience una disertación. O para cantar el feliz cumpleaños.
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