miércoles, 25 de noviembre de 2009

Cuando la inclusión se pone de moda.

Recomendaciones para evitar el sexismo en la lengua.



Desenfrenados intentos por hacernos ver que se reconoce la diversidad, y que se atienden los reclamos de “lo diverso”, coexistentes con esta revalorización de la “búsqueda de consensos”. Cóctel explosivo que generalmente minimiza o sencillamente niega la desigualdad subyacente entre “los diversos” y “los que no lo son”, del que las mujeres obviamente no nos salvamos de estar tenidas en cuenta.

Y parece que el modo más estridente de tenernos en cuenta que se ha encontrado, es el de publicar a diestra y siniestra recomendaciones para evitar el sexismo en la lengua… o difundir mensajes en los que se sostiene que nuestra lengua es sexista. ¡Cómo no nos dimos cuenta antes las feministas que erradicar nuestra situación de subordinación era tan sencilla como decir, en vez de “los niños”, “los niños y las niñas”!

Las afirmaciones simplistas y dogmáticas en ese sentido, parecen ver a la lengua sólo como reflejo mimético de la realidad, en vez de tomarla como construcción humana elaborada a partir de la experiencia que tenemos de la realidad natural, social y humana.

El sexismo aludido, que prefiero llamar invisibilización o inferiorización de las mujeres según el caso, están inscritos en lo más profundo de las prácticas de la sociedad patriarcal. Si la lengua es una práctica social que construye aquello de lo que se habla, nuestra subordinación no reside en el sexismo lingüístico, sino en los patrones y creencias culturales que nos hacen usar la lengua de ese modo y no de otro. Porque nuestra lengua nos da la posibilidad léxica y gramatical de evitar el sexismo. Tal vez sólo no la sepamos aprovechar.

Y no es que esté en desacuerdo con el hecho de publicar recomendaciones, o sancionar una ley para evitar el uso de lengua sexista en los proyectos legislativos. Tal vez para muchos sea ese el disparador para comprender que nuestra cultura nos pone en franca desigualdad a las mujeres. Pero de ahí a creer que la situación de opresión va a revertirse si dejamos de usar - por ejemplo - el masculino como genérico, es pecar de ingenuos.

En las alocuciones públicas, esta moda de evitar el sexismo distrae la atención de los que escuchan, y por momentos se torna ridícula y pesada. Ni que hablar si al emisor del mensaje lo sabemos cumplidor de formalidades en las que realmente no cree, y nos consta que en nada alterará sus prácticas cotidianas no incluidas en la recomendación. Tal vez se hable más a través de actos y prácticas, que también son discurso, que con frases o expresiones que no emanan de la convicción.

martes, 10 de noviembre de 2009

Reciclaje de debates filosóficos.

La baja en la edad de imputabilidad.


Ahora las gentes ríen a carcajadas cuando escuchan que por muchos siglos se debatió en las altas esferas de la intelectualidad si las mujeres teníamos alma o no. Aunque siguen circulando expresiones que nos estigmatizan como malas en esencia –marca que sólo borra la maternidad- ya nadie se atrevería en serio a decir cosa semejante públicamente, porque se han dado cuenta de que no es políticamente correcto reproducir discursos que nos inferioricen.

Tal vez, dentro de algunos siglos hayamos logrado que de la misma vergüenza que daría hoy afirmar públicamente que las mujeres no tenemos alma, la de el decir que los niños o jóvenes que delinquen no sienten nada respecto del daño que causan. En efecto, la expresión tan difundida por estos tiempos que reza que los niños en esa situación “tienen la cabeza quemada” me suena a eufemismo por el “no tienen alma” medieval, oscurantista.

En esta descabellada etapa caracterizada por intentar criminalizar la pobreza, el término “menores” les viene a varios como anillo al dedo, ya que si se refirieran a ellos como “niños” todos sus prejuicios y su atrocidad quedarían brutalmente expuestos.

Recuerdo por estos días algo que sucedió durante mi adolescencia en La Plata. Unos estudiantes secundarios de un prestigioso colegio de la ciudad que también compartían la práctica de rugby, hicieron una manteada a uno de sus compañeros que cumplía años. Fue noticia en los diarios porque lo dejaron en gravísimo estado.
A nadie se le ocurrió pensar en demandarlos por lo sucedido, que se tomó como una broma que se salió de cauce. El comentario generalizado era “pobres chicos, se sienten atormentados por el daño hecho, y no tenían conciencia por su edad de lo que podía pasar”. Como eran de clase media, eran capaces de sentir dolor y culpa, y ya bastante castigo tenían con el peso de su conciencia.

Y me parece que lo que hoy se trata de instalar es que los niños y jóvenes que delinquen no son capaces de sentir nada. Ellos no sufren, no tienen conciencia, tienen la cabeza quemada, te matan para sacarte unas zapatillas. ¿Les suena familiar la frase?
El ingeniero Santos mató por un pasacassette… pero tampoco se usó la misma vara para medir sus hechos. Se referían a él como “el justiciero”. Ay, las palabras…

Un diario de La Plata, el año pasado tituló una noticia policial usando estas: “Niño de 13 años atacado brutalmente por un menor de su misma edad”.

¿Palabras inocentes? No las hay. Tendenciosas y malintencionadas, sí.

martes, 3 de noviembre de 2009

Nos gustan cuando callan, porque están como ausentes…

Si no, cuando dicen lo que queremos.


Al abrir el diario del domingo, encuentro una nota acerca de las próximas elecciones en los Centros de Estudiantes universitarios. El titular hace referencia a una reunión de diversos sectores con las autoridades. Enorme foto, extraña foto. Pensando en qué es lo extraño, percibo inmediatamente que no hay ninguna mujer representante de ningún sector retratada.
Tan curioso me resulta, tal vez porque la semana pasada anduve por diferentes facultades y vi entregando folletos y tratando de cautivar votantes a cientos de mujeres universitarias en campaña.
Y presencié debates enfervorecidos, siempre con alguna mujer como parte. Y sin embargo, a las mesas de concertación donde se deciden “asuntos” nunca invitadas. Vigente, como desde siempre, la “división sexual del trabajo”, que en política implica para nosotras el trabajo concreto y duro; para los varones el “arte de pensar”.
Pero esta nada inocente invisibilización de las mujeres en la militancia política, coexiste con una hipervisibilización. Y se da cuando osamos salirnos del rol de repetidoras y generamos nuestro propio discurso. Cuando dejamos de ser las muñecas de los ventrílocuos que manejan el poder.
Como se habla por estos días de la dirigente Milagro Sala es ejemplificador. En una campaña atroz montada para enfrentar a la sociedad con los movimientos sociales, es una de las elegidas por el stablishment para mostrar “el horror”. El “horror” de tener ambiciones de poder, de disfrutar del que ha adquirido sirviendo a los más necesitados. No se lo perdonan: es mujer. Y pobre.
Una sociedad que tolera que Macri desaloje a palos a los pobres que usurpan viviendas, repite que Milagro es violenta. Y que anda armada.
Esto también lo repite una mujer, hipervisible porque dice los disparates que convienen al poder. Sin presentar denuncias jamás, recorre cuanto medio la invita para anunciar fehacientemente la existencia de “grupos armados”, o para predecir el Apocalipsis para el mes de diciembre, con descripciones afiebradas de lo que sucederá. Fellinesca.
Pero útil: hace el trabajo sucio de decir lo que un varón encaramado en el poder no se atrevería a decir por miedo al ridículo. A las mujeres, nos deja en el estereotipo de “locas, desbocadas, místicas e impulsivas”. Gracias, yo paso.
También dirigentes reconocidos “usan” a sus esposas cuando desean transmitir algo que saben tendrá consecuencias. Que pagamos después todas.
¿Qué pasa con nuestras voces de mujeres políticas?
Tal vez sea el momento de adueñarnos de ellas. Usarlas sólo cuando lo que deseamos decir surge. En ese caso, usarlas a los gritos, sin miedo al mote de “locas”.
Pero cuando la necesidad es de otro, que se haga cargo. Que hable él.