Primer año de gestión de Cristina Fernández.
Vivimos un año extraordinario en ejecución de políticas de fondo: ha estado en el centro del debate público en forma constante la redistribución de la riqueza, cosa que no se cuestionaba desde el retorno de la democracia hace ya 25 años por parte de los partidos con representación significativa y capaz de torcer el rumbo de la historia.
Se retomó un debate trunco en los `90, acerca de la conveniencia o no de tener privatizado todo, aún lo que reviste valor estratégico irrenunciable para los Estados-Nación.
Atravesamos una crisis económico-financiera comparable con la de 1930 sin que sus efectos se perciban demasiado en nuestra vida cotidiana, cuando en la década del `90 cualquier caída en una bolsa de cualquier país nos dejaba tambaleando.
Hubo en todo este tiempo firmes convicciones, más allá de la “opinión pública-da” respecto de los temas puntuales: por primera vez en años, no se preocupa el gobierno tanto por lo que dicen los medios y sí por sostener las medidas que cree debe llevar adelante.
Y simpáticas no son algunas de estas medidas. No se me ocurre cómo se podría intentar redistribuir la riqueza logrando consensos. Tal vez, citando al 10% de los que más tienen y diciéndoles que elijan ellos qué sector podría tener ganancias un poco menos impúdicas en pos de reducir los niveles de exclusión. Pero sabemos que no se trata de gentes con tendencia a la solidaridad.
Aún en un tema tan sensible para el pueblo como es el de la inseguridad, se ve una clara posición ideológica y un intento por no caer en el facilismo de aplicar las viejas recetas de “mano dura”.
El anuncio de dar a los jubilados doscientos pesos por única vez antes de las fiestas de fin de año, y el de no computar el aguinaldo en el cálculo de ganancias de los trabajadores también marcan que la Presidenta tiene claro qué sectores gastan lo que ganan en hacer patria, ya que dudo que alguien deposite esa plata en bancos en el extranjero.
En lo político, el panorama sí da que pensar, pero no por falencias del gobierno: por falta de práctica política y seriedad en los sectores opositores.
Una oposición que sólo denuncia en algunos casos pero ante la prensa. Otras que con incoherencia absoluta apoyan lo que no pueden por principios, como fue el caso de ciertos sectores de izquierda con las retenciones al campo. Una derecha sin agallas para reconocerse como tal, y con una serie de personajes tan patéticos. Alguna ex-primera dama que opera de muñeco de ventrílocuo y dice lo que su marido no se atreve. Empresarios exitosos con sonrisa cautivante pero incapaces de, aunque sea, ponerse de acuerdo entre ellos y presentar un proyecto de managment –perdón, de conducción- de los destinos de nuestra patria.
Vendría bien que existiera alguna oposición clara que pudiera ayudar a profundizar los debates. Y eso no le toca al gobierno hacerlo: es responsabilidad de una dirigencia que debe despertarse de su larga siesta y generar opciones para profundizar y optimizar el camino emprendido.
Prof. Delia Añón Suárez
Vivimos un año extraordinario en ejecución de políticas de fondo: ha estado en el centro del debate público en forma constante la redistribución de la riqueza, cosa que no se cuestionaba desde el retorno de la democracia hace ya 25 años por parte de los partidos con representación significativa y capaz de torcer el rumbo de la historia.
Se retomó un debate trunco en los `90, acerca de la conveniencia o no de tener privatizado todo, aún lo que reviste valor estratégico irrenunciable para los Estados-Nación.
Atravesamos una crisis económico-financiera comparable con la de 1930 sin que sus efectos se perciban demasiado en nuestra vida cotidiana, cuando en la década del `90 cualquier caída en una bolsa de cualquier país nos dejaba tambaleando.
Hubo en todo este tiempo firmes convicciones, más allá de la “opinión pública-da” respecto de los temas puntuales: por primera vez en años, no se preocupa el gobierno tanto por lo que dicen los medios y sí por sostener las medidas que cree debe llevar adelante.
Y simpáticas no son algunas de estas medidas. No se me ocurre cómo se podría intentar redistribuir la riqueza logrando consensos. Tal vez, citando al 10% de los que más tienen y diciéndoles que elijan ellos qué sector podría tener ganancias un poco menos impúdicas en pos de reducir los niveles de exclusión. Pero sabemos que no se trata de gentes con tendencia a la solidaridad.
Aún en un tema tan sensible para el pueblo como es el de la inseguridad, se ve una clara posición ideológica y un intento por no caer en el facilismo de aplicar las viejas recetas de “mano dura”.
El anuncio de dar a los jubilados doscientos pesos por única vez antes de las fiestas de fin de año, y el de no computar el aguinaldo en el cálculo de ganancias de los trabajadores también marcan que la Presidenta tiene claro qué sectores gastan lo que ganan en hacer patria, ya que dudo que alguien deposite esa plata en bancos en el extranjero.
En lo político, el panorama sí da que pensar, pero no por falencias del gobierno: por falta de práctica política y seriedad en los sectores opositores.
Una oposición que sólo denuncia en algunos casos pero ante la prensa. Otras que con incoherencia absoluta apoyan lo que no pueden por principios, como fue el caso de ciertos sectores de izquierda con las retenciones al campo. Una derecha sin agallas para reconocerse como tal, y con una serie de personajes tan patéticos. Alguna ex-primera dama que opera de muñeco de ventrílocuo y dice lo que su marido no se atreve. Empresarios exitosos con sonrisa cautivante pero incapaces de, aunque sea, ponerse de acuerdo entre ellos y presentar un proyecto de managment –perdón, de conducción- de los destinos de nuestra patria.
Vendría bien que existiera alguna oposición clara que pudiera ayudar a profundizar los debates. Y eso no le toca al gobierno hacerlo: es responsabilidad de una dirigencia que debe despertarse de su larga siesta y generar opciones para profundizar y optimizar el camino emprendido.
Prof. Delia Añón Suárez
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