Eduardo Galeano grande, enorme, confiesa que sólo escribe aquellas palabras que vale la pena sean dichas.
Y lo hace a la perfección. Cada una está donde debe estar, y connota ni más ni menos que lo que él desea que connote.
Es un hombre de muchas palabras, que interpela esa veneración que refleja la frase hecha “es un hombre de pocas palabras” como si se tratara de una virtud. U otra peor: “es hombre de una sola palabra”, que en lo personal me remite más a testarudez junto con pobreza expresiva que a tener convicciones.
También se repite mucho que “a buen entendedor, pocas palabras”, cuando en realidad cuanta mayor elaboración tiene un concepto requiere de más – y bien evaluadas- palabras.
A las mujeres en general se nos niegan. Parece haber consenso en eso de que si estamos calladitas mejor. Las mujeres que hablamos molestamos, por más certeras que sean las palabras que elegimos para explicarnos.
Pienso en las palabras que se eligen cuidadosamente para describirnos a las mujeres que hablamos: está loca, delira, parece una maestrita –en diminutivo-, es violenta, o soberbia, está crispada.
A nosotras se nos juzga por el uso de la palabra y, en ese juicio, se nos califica con otras palabras cargadas. De prejuicios, de intolerancia, de saberes populares nunca cuestionados.
Miraba un video del personaje de Capusotto “Violencia Rivas”. Genial, muy divertido. Pero me quedé pensando por qué esa mujer llena de convicción y valores queda bautizada y definida como la encarnación de la violencia misma. Desnuda realidades injustas en forma apasionada, mientras repiten en sus videos su imagen pateando a sus mascotas. Un perro o un gato –a veces ambos- son revoleados por el aire. Sí, la imagen apoya esa idea de que es una mujer violenta.
No es la dulce imagen de una mujer movilizando a la sociedad en defensa de los animales. De eso, y mientras mantengamos una cierta dulzura “natural” en el tono podemos hablar. Aunque en esa alocución defendamos de la explotación a ¡los caballos de los cartoneros! En vez de a los humanos explotados por el sistema que deben recurrir a ese medio para subsistir. Que extraño uso reciben las palabras como “violencia”…
Las mujeres cuya voz interpela, las que hablan de eso que nosotras no podemos ni nombrar, las que denunciamos, somos reiteradamente invitadas a callar. O a encuadrarnos.
Quedamos como causantes de una discordia que, se interpreta en forma generalizada, está dada por un algo performativo que tiene nuestra palabra: pareciera que al enunciar ciertas ideas en realidad estuviéramos creando situaciones que no existen.
Ese silenciamiento de la palabra de las mujeres viene por el común acompañado por una disciplinadora hiper-difusión de discursos de mujeres cuyas palabras sirven para reforzar el concepto de que “mejor calladitas”. El poder no deja nada librado al azar.
Me gustaría poder escuchar y leer más palabras pensadas por más mujeres, más diversas. No sólo las voces de las muñecas del poder ventrílocuo.
Si no, me conformaría para empezar con que las voces hegemónicas –de varones y mujeres- fueran obligadas a usar las palabras responsablemente por una sociedad despabilada que pondere el peso de cada una de ellas, exigiendo un uso riguroso.
Muchas, muchas personas estamos fastidiadas con esto de tener que consumir palabras cargadas a las que no podemos poner en cuestión públicamente. No hace demasiado escuché decir a un comunicador estrella tres barbaridades seguidas: “el hijo de Moyano –dueño del sindicato de camioneros- se comporta como un indígena, un inadaptado, un energúmeno.” Como era hora del top de noticias, siguió con un comentario acerca del Indec, entidad que según él “Moreno maneja a las trompadas”.
Me quedé sentada, esperando que alguien le exigiera reemplazar la palabra “dueño” por las de “Secretario General”. O que algún otro alguien le exigiera aclarar por qué asocia la palabra “indígena” con las palabras “inadaptado” y “energúmeno”. O algún otro le cuestionara su independencia a la hora de informar sobre el modo en que los funcionarios se desempeñan. O que es él mismo quien “informa a las trompadas”.
O que todos en conjunto le preguntáramos a la conductora de almuerzos por qué usa la palabra en forma extemporánea, cuando su palabra hubiera podido ser de peso en momentos duros.
Y sí, Galeano no se equivoca. Hay palabras que no merecen ser dichas. Y una sociedad que no merece tener que soportarlas.
Y lo hace a la perfección. Cada una está donde debe estar, y connota ni más ni menos que lo que él desea que connote.
Es un hombre de muchas palabras, que interpela esa veneración que refleja la frase hecha “es un hombre de pocas palabras” como si se tratara de una virtud. U otra peor: “es hombre de una sola palabra”, que en lo personal me remite más a testarudez junto con pobreza expresiva que a tener convicciones.
También se repite mucho que “a buen entendedor, pocas palabras”, cuando en realidad cuanta mayor elaboración tiene un concepto requiere de más – y bien evaluadas- palabras.
A las mujeres en general se nos niegan. Parece haber consenso en eso de que si estamos calladitas mejor. Las mujeres que hablamos molestamos, por más certeras que sean las palabras que elegimos para explicarnos.
Pienso en las palabras que se eligen cuidadosamente para describirnos a las mujeres que hablamos: está loca, delira, parece una maestrita –en diminutivo-, es violenta, o soberbia, está crispada.
A nosotras se nos juzga por el uso de la palabra y, en ese juicio, se nos califica con otras palabras cargadas. De prejuicios, de intolerancia, de saberes populares nunca cuestionados.
Miraba un video del personaje de Capusotto “Violencia Rivas”. Genial, muy divertido. Pero me quedé pensando por qué esa mujer llena de convicción y valores queda bautizada y definida como la encarnación de la violencia misma. Desnuda realidades injustas en forma apasionada, mientras repiten en sus videos su imagen pateando a sus mascotas. Un perro o un gato –a veces ambos- son revoleados por el aire. Sí, la imagen apoya esa idea de que es una mujer violenta.
No es la dulce imagen de una mujer movilizando a la sociedad en defensa de los animales. De eso, y mientras mantengamos una cierta dulzura “natural” en el tono podemos hablar. Aunque en esa alocución defendamos de la explotación a ¡los caballos de los cartoneros! En vez de a los humanos explotados por el sistema que deben recurrir a ese medio para subsistir. Que extraño uso reciben las palabras como “violencia”…
Las mujeres cuya voz interpela, las que hablan de eso que nosotras no podemos ni nombrar, las que denunciamos, somos reiteradamente invitadas a callar. O a encuadrarnos.
Quedamos como causantes de una discordia que, se interpreta en forma generalizada, está dada por un algo performativo que tiene nuestra palabra: pareciera que al enunciar ciertas ideas en realidad estuviéramos creando situaciones que no existen.
Ese silenciamiento de la palabra de las mujeres viene por el común acompañado por una disciplinadora hiper-difusión de discursos de mujeres cuyas palabras sirven para reforzar el concepto de que “mejor calladitas”. El poder no deja nada librado al azar.
Me gustaría poder escuchar y leer más palabras pensadas por más mujeres, más diversas. No sólo las voces de las muñecas del poder ventrílocuo.
Si no, me conformaría para empezar con que las voces hegemónicas –de varones y mujeres- fueran obligadas a usar las palabras responsablemente por una sociedad despabilada que pondere el peso de cada una de ellas, exigiendo un uso riguroso.
Muchas, muchas personas estamos fastidiadas con esto de tener que consumir palabras cargadas a las que no podemos poner en cuestión públicamente. No hace demasiado escuché decir a un comunicador estrella tres barbaridades seguidas: “el hijo de Moyano –dueño del sindicato de camioneros- se comporta como un indígena, un inadaptado, un energúmeno.” Como era hora del top de noticias, siguió con un comentario acerca del Indec, entidad que según él “Moreno maneja a las trompadas”.
Me quedé sentada, esperando que alguien le exigiera reemplazar la palabra “dueño” por las de “Secretario General”. O que algún otro alguien le exigiera aclarar por qué asocia la palabra “indígena” con las palabras “inadaptado” y “energúmeno”. O algún otro le cuestionara su independencia a la hora de informar sobre el modo en que los funcionarios se desempeñan. O que es él mismo quien “informa a las trompadas”.
O que todos en conjunto le preguntáramos a la conductora de almuerzos por qué usa la palabra en forma extemporánea, cuando su palabra hubiera podido ser de peso en momentos duros.
Y sí, Galeano no se equivoca. Hay palabras que no merecen ser dichas. Y una sociedad que no merece tener que soportarlas.
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