La cosificación de las mujeres.
Cuando nos ponemos a reflexionar acerca de este tema aparecen ante nosotros, por ejemplo, bellísimas canciones populares que hemos repetido hasta el cansancio. Y que nos trataban de “cosas”. ¡Ay! cosita linda mamá soñaba…
O que nos consideran no como un ser total, sino como una sumatoria de “cosas/cositas”. Viene a mi memoria un maravilloso soneto de Shakespeare que, aunque innovador en un aspecto que aquí no viene al caso, describe a su amada como una sumatoria de pelos, dientes, manos, piel.
La publicidad que debería estar mucho más controlada, nos vive presentando mujeres que si se encargan de las partes milagrosamente lograrán un todo armónico: ya lograste reducir las arrugas de tu cuerpo, ahora encargate de las de tus manos que salió a la venta tal crema.
También nos muestra a una mujer mayor que se adecuo a los mandatos de los tiempos, y lo único que le queda por resolver es la blancura de su prótesis dental.
Pero no queda en los publicistas solamente la constante alusión a nosotras como cosas formadas a su vez por varias cosas. Los programas de televisión de la tarde últimamente hacen shows de muestra de cirugías estéticas en los que las mujeres invitadas lo son en función de sus pechos, o su cola, o sus labios. Todos sus seres quedan reducidos a la “cosa” que hizo posible que ellas fueran convocadas, que muestran sin problemas tal vez porque la confusión imperante las haga creer que esa parte no les pertenece a ellas, a sus cuerpos. Que es algo así como un collarcito nuevo.
Recuerdo que en la década del ´70 las revistas semanales mostraban en tapa a hermosas mujeres en general luciendo mallas de dos piezas, que sonreían mirando a la cámara. O mirándola con gestos muy sexies, generalmente con la boca entreabierta, como Claudia Sánchez o Susana Giménez. Pero esas mujeres tenían cara, mirada y gesto. No digo que no estuvieran exhibidas igual que hoy, pero su exhibición me resultaba menos lamentable que la actual porque era de frente. No de espaldas como muestran a las mujeres las mismas revistas por estos días. Al ver las caras se intuían sentimientos, actitudes, temores: se percibían personas.
La impúdica muestra de espaldas de mujeres se ve también escandalosamente en las publicidades de prostíbulos, que ofrecen colas aptas para el consumo masivo. Colas que no tienen cara, que no tienen alma, que no son personas. Mujeres exhibidas en el mismo estilo con que algunos diarios muestran fotos del ganado que entró a Liniers.
Y ahí es donde radica lo más terrible de la cosificación de las mujeres. Que “las cosas” están para ser consumidas de acuerdo con nuestras pautas culturales. Esta naturalización hace que pocos nos preguntemos por ejemplo por qué, si la existencia de prostíbulos está penada por la ley a nadie se le ocurre clausurarlos ya que sus domicilios y teléfonos aparecen a diario publicitados.
Será que en realidad a pocos nos importa. Será que la situación en que nos encontramos las mujeres es más grave de lo que aparenta.
Cuando nos ponemos a reflexionar acerca de este tema aparecen ante nosotros, por ejemplo, bellísimas canciones populares que hemos repetido hasta el cansancio. Y que nos trataban de “cosas”. ¡Ay! cosita linda mamá soñaba…
O que nos consideran no como un ser total, sino como una sumatoria de “cosas/cositas”. Viene a mi memoria un maravilloso soneto de Shakespeare que, aunque innovador en un aspecto que aquí no viene al caso, describe a su amada como una sumatoria de pelos, dientes, manos, piel.
La publicidad que debería estar mucho más controlada, nos vive presentando mujeres que si se encargan de las partes milagrosamente lograrán un todo armónico: ya lograste reducir las arrugas de tu cuerpo, ahora encargate de las de tus manos que salió a la venta tal crema.
También nos muestra a una mujer mayor que se adecuo a los mandatos de los tiempos, y lo único que le queda por resolver es la blancura de su prótesis dental.
Pero no queda en los publicistas solamente la constante alusión a nosotras como cosas formadas a su vez por varias cosas. Los programas de televisión de la tarde últimamente hacen shows de muestra de cirugías estéticas en los que las mujeres invitadas lo son en función de sus pechos, o su cola, o sus labios. Todos sus seres quedan reducidos a la “cosa” que hizo posible que ellas fueran convocadas, que muestran sin problemas tal vez porque la confusión imperante las haga creer que esa parte no les pertenece a ellas, a sus cuerpos. Que es algo así como un collarcito nuevo.
Recuerdo que en la década del ´70 las revistas semanales mostraban en tapa a hermosas mujeres en general luciendo mallas de dos piezas, que sonreían mirando a la cámara. O mirándola con gestos muy sexies, generalmente con la boca entreabierta, como Claudia Sánchez o Susana Giménez. Pero esas mujeres tenían cara, mirada y gesto. No digo que no estuvieran exhibidas igual que hoy, pero su exhibición me resultaba menos lamentable que la actual porque era de frente. No de espaldas como muestran a las mujeres las mismas revistas por estos días. Al ver las caras se intuían sentimientos, actitudes, temores: se percibían personas.
La impúdica muestra de espaldas de mujeres se ve también escandalosamente en las publicidades de prostíbulos, que ofrecen colas aptas para el consumo masivo. Colas que no tienen cara, que no tienen alma, que no son personas. Mujeres exhibidas en el mismo estilo con que algunos diarios muestran fotos del ganado que entró a Liniers.
Y ahí es donde radica lo más terrible de la cosificación de las mujeres. Que “las cosas” están para ser consumidas de acuerdo con nuestras pautas culturales. Esta naturalización hace que pocos nos preguntemos por ejemplo por qué, si la existencia de prostíbulos está penada por la ley a nadie se le ocurre clausurarlos ya que sus domicilios y teléfonos aparecen a diario publicitados.
Será que en realidad a pocos nos importa. Será que la situación en que nos encontramos las mujeres es más grave de lo que aparenta.
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