Las vidrieras de los negocios para estas épocas siempre me llenaron de asombro: una compulsión de compra que poca relación guarda con lo que los católicos conmemoran, una ambientación del hemisferio norte cuasi-surrealista, y una jugueterías listas para cumplir con sus funciones de soporte técnico de nuestra cultura: tentar a los niños para que los padres se endeuden para satisfacer sus demandas; golpear duramente la autoestima de los niños pobres que considerarán según el saber popular aceptado que no han sido lo suficientemente buenos durante el año para merecer un buen regalo, que si te portás bien Papá Noel te trae; y convencer a las niñas de que su destino en esta vida es el de ser lindas, buenas y hacendosas.
La vidriera está dividida. Una parte, muestra todo el espectro de colores del universo, junto con todas las posibles inclinaciones de un ser humano: la de los varones.
Superhéroes intrépidos y audaces, juegos de ingenio, aviones para volar, camiones para transportar, trenes. Microscopios para investigar, herramientas para hacer cosas perdurables en una carpintería o herrería, naves espaciales para intentar imaginar otros mundos.
Autos veloces con los que tal vez algún niño sueñe escapar, instrumentos musicales para crear…
Dinosaurios de madera para armar, esqueletos varios también para armar e ir aprendiendo de paso como está formado nuestro cuerpo.
Pelotas, raquetas, patinetas, para ir aprendiendo a usar ese cuerpo para disfrutar…
La otra parte tiene muchos menos colores. No sale del rosa, el lila y los brillitos por aquí y por allá. La de las mujeres.
Heroínas lánguidas y descremadas, que se ven incómodas en ropitas apretadas y tacos altos. Con caritas de nada…
Un solo auto: rosa, que es el color preferido por decreto por las féminas desde la concepción en el seno materno. Ningún otro medio de transporte.
Nada que induzca a la investigación. Utensilios –ya no herramientas- para producir cosas que se autodestruirán en segundos: limpieza de la casa, cocina, planchado…
Muchos cosméticos y disfraces de princesa, cosa de que ni se les ocurra soñar con otros mundos.
Patines, tutús de tules etéreos, aros de hula-hula, sogas para salto, disfraces de bailarina árabe o de bailaora española: elementos que enseñan a fuego cómo debe una mujer usar su cuerpo. Los movimientos que tiene permitidos, los que no.
Para crear, a lo sumo una flauta o un set de bordado, o de pintura en tela. Algún jueguito para armar collares para estar más bella también.
Una compañera de trabajo comentaba emocionada hace unos días, que su hija había escrito la dichosa carta pidiendo un traje de princesa. Le sugerí –aunque sé que no le gustó- que en vez de sacarlo en cuotas, le cuente que las monarquías están en decadencia.
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