Charlo con una mujer que profesionalmente se ocupa de políticas de género. Sus años de experiencia en trabajo de campo la hacen ver con claridad la situación de vulnerabilidad social de las mujeres. Me relajo, y manifiesto que sé de qué habla porque soy feminista. Inquieta, aclara que ella no, porque “no le agrada ninguna postura que sea muy radical”.
Me callo, como siempre nos callamos las mujeres. Pero no por otorgar…
Como según el común entender es imposible cambiar nada muy de fondo –pese a que la humanidad ha podido con otras proezas, esta de cambiar de perspectiva no se por qué se ve tan imposible- empiezo a escuchar que se puede cambiar “un poquito” con el tema prostitución concientizando a los clientes acerca de que no hagan “uso del servicio contratado” si ven que la mujer comprada es menor de edad. Es decir, el último día de sus diecisiete años el cliente no la someterá, deberá volver si le gustó la mercancía ya que al día siguiente podrá disfrutar de ella resguardando el honor y las buenas costumbres.
Sigo escuchando ya como de música de fondo las posibles políticas públicas de género, pero en realidad mi cabeza no para de pensar que habrá hecho el pobre feminismo para ser tan resistido como teoría filosófica, praxis política, y modo de estar de las mujeres en el mundo.
Y me veo obligada a revisar qué es lo que se nos quiere hacer creer que el feminismo es.
Revisemos juntos algunas de las definiciones o descripciones de amplia divulgación y, por añadidura, consenso.
El Diccionario de la RAE nos “enriquece” con dos acepciones: en la primera dice que se trata de una “doctrina social favorable a la mujer, a quien concede la capacidad y derechos antes reservados a los hombres”.
En la segunda se refiere al movimiento que, sostiene las Rae, exige para las mujeres los mismos derechos que para los hombres”.
Dejando de lado el esencialismo de la primera –la mujer/los hombres- las dos tienen el vicio oculto nada inocente de ser androcéntricas.
Las mujeres no luchamos por “los mismos derechos” sino por los que surgen de nuestra condición de mujeres. De ser correcta la apreciación de la Academia, la defensa del derecho a interrumpir el embarazo estaría fuera de lo posible ya que no es un derecho del que gozan los hombres, vara y medida de lo que se debe tener en cuenta.
Observando ya que se dice acerca del feminismo –cuyas diferentes corrientes se ignoran- en los discursos populares lo que encontramos es patético.
Las mayorías dicen detestarlo tanto como al machismo, demostrando haber incorporado ese falso par de antónimos con el que siembran horror mediante el discurso. El feminismo no es hembrismo: la lucha de las mujeres no consiste en dejar el estado de cosas tal como está pero con el poder -con todos sus abusos incluidos- en manos de las mujeres. Nosotras reclamamos un mundo diferente, pacífico, tolerante, no jerarquizado, inclusivo. Nuevamente, el usar a los hombres como medida única y válida lleva al error de entender que nuestras luchas giran en torno a ejercer el poder y el dominio tal como se viene haciendo.
También se nos acusa de estar en contra de la familia, con la desopilante conclusión de que estamos en contra del “amor”.
Y nadie se ocupa de aclarar que lo que combatimos es esa idea de qué por amor se sufre, se renuncia y hasta se muere. Nada sería más sano para “la familia” que interpretar el amor a nuestro modo, amor como ejercicio de libertad, como praxis del respeto por los demás.
Tampoco es casual que la Iglesia en diferentes documentos lo equipare al “cuco” de lo que ellos llaman neomarxismo. Dedicada a sostener los dos sistemas de dominación hegemónicos –patriarcado y capitalismo- jamás podrían omitir nombrarlo entre las acechanzas del mundo.
Muchos opinan que desde la obtención del derecho al voto, las mujeres hemos quedado sin banderas de lucha que logren arrancar de su letargo a millones de mujeres para hacerse oír.
Y no es así. Somos muchas en el mundo tratando, por ejemplo, de que se entienda que ser feminista no es repudiable. Es, simplemente, luchar por no ser cómplices.
Me callo, como siempre nos callamos las mujeres. Pero no por otorgar…
Como según el común entender es imposible cambiar nada muy de fondo –pese a que la humanidad ha podido con otras proezas, esta de cambiar de perspectiva no se por qué se ve tan imposible- empiezo a escuchar que se puede cambiar “un poquito” con el tema prostitución concientizando a los clientes acerca de que no hagan “uso del servicio contratado” si ven que la mujer comprada es menor de edad. Es decir, el último día de sus diecisiete años el cliente no la someterá, deberá volver si le gustó la mercancía ya que al día siguiente podrá disfrutar de ella resguardando el honor y las buenas costumbres.
Sigo escuchando ya como de música de fondo las posibles políticas públicas de género, pero en realidad mi cabeza no para de pensar que habrá hecho el pobre feminismo para ser tan resistido como teoría filosófica, praxis política, y modo de estar de las mujeres en el mundo.
Y me veo obligada a revisar qué es lo que se nos quiere hacer creer que el feminismo es.
Revisemos juntos algunas de las definiciones o descripciones de amplia divulgación y, por añadidura, consenso.
El Diccionario de la RAE nos “enriquece” con dos acepciones: en la primera dice que se trata de una “doctrina social favorable a la mujer, a quien concede la capacidad y derechos antes reservados a los hombres”.
En la segunda se refiere al movimiento que, sostiene las Rae, exige para las mujeres los mismos derechos que para los hombres”.
Dejando de lado el esencialismo de la primera –la mujer/los hombres- las dos tienen el vicio oculto nada inocente de ser androcéntricas.
Las mujeres no luchamos por “los mismos derechos” sino por los que surgen de nuestra condición de mujeres. De ser correcta la apreciación de la Academia, la defensa del derecho a interrumpir el embarazo estaría fuera de lo posible ya que no es un derecho del que gozan los hombres, vara y medida de lo que se debe tener en cuenta.
Observando ya que se dice acerca del feminismo –cuyas diferentes corrientes se ignoran- en los discursos populares lo que encontramos es patético.
Las mayorías dicen detestarlo tanto como al machismo, demostrando haber incorporado ese falso par de antónimos con el que siembran horror mediante el discurso. El feminismo no es hembrismo: la lucha de las mujeres no consiste en dejar el estado de cosas tal como está pero con el poder -con todos sus abusos incluidos- en manos de las mujeres. Nosotras reclamamos un mundo diferente, pacífico, tolerante, no jerarquizado, inclusivo. Nuevamente, el usar a los hombres como medida única y válida lleva al error de entender que nuestras luchas giran en torno a ejercer el poder y el dominio tal como se viene haciendo.
También se nos acusa de estar en contra de la familia, con la desopilante conclusión de que estamos en contra del “amor”.
Y nadie se ocupa de aclarar que lo que combatimos es esa idea de qué por amor se sufre, se renuncia y hasta se muere. Nada sería más sano para “la familia” que interpretar el amor a nuestro modo, amor como ejercicio de libertad, como praxis del respeto por los demás.
Tampoco es casual que la Iglesia en diferentes documentos lo equipare al “cuco” de lo que ellos llaman neomarxismo. Dedicada a sostener los dos sistemas de dominación hegemónicos –patriarcado y capitalismo- jamás podrían omitir nombrarlo entre las acechanzas del mundo.
Muchos opinan que desde la obtención del derecho al voto, las mujeres hemos quedado sin banderas de lucha que logren arrancar de su letargo a millones de mujeres para hacerse oír.
Y no es así. Somos muchas en el mundo tratando, por ejemplo, de que se entienda que ser feminista no es repudiable. Es, simplemente, luchar por no ser cómplices.
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